viernes, 1 de enero de 2016

La Casa - Un cuento de terror por capítulos





Capítulo 1 - La Furia

26 de junio de 1930, 8:46 pm

Juan corría de un lado a otro.

Los nervios no lo dejaban pensar. El calor lo tenía más aturdido y la vela con que se alumbraba le dificultaba la visibilidad. Buscaba sus lentes de aumento entre los cientos de papeles y libros que reposaban sobre un viejo escritorio de madera, pero mientras más revolvía, parecía que las gafas se hundían entre tanta receta médica y libros de ciencias.

Comenzó a hurgar entre las gavetas del antiguo mesón y consiguió la pistola, notó que no estaba cargada y empezó a vaciar los cajones, tirándolos al piso en búsqueda de balas.

En la habitación de al lado, se podía escuchar el llanto de su esposa Ana, quien rezaba en voz alta.
Se aferraba a las cuentas del rosario, mientras un mar de lágrimas, mocos y saliva, le corrían por la cara y le impedían hablar con claridad.

- ¿Qué hemos hecho Dios mío, para merecer este castigo? - gritaba la desesperada la mujer, mientras oraba de rodillas.

Juan consiguió una vieja caja de balas y mientras le temblaban las manos, intentó cargar el arma, pero sólo pudo introducir un par de ellas en la pistola.

La poca luz en el lugar, aunada a las ventanas cerradas y pintadas de negro, le impedía ver con claridad.

De repente, sonó un disparo en las afueras de la casa que los dejó mudos de los nervios. Entonces su esposa aceleró el rezo y el llanto, en señal de desesperación.

Juan atravesó el caserón corriendo y tomó una larga soga que colgaba en círculos en la pared de la cocina.

- ¡Sal de ahí cobarde! - gritó una voz masculina desde la puerta de la casa.

Acto seguido: un nutrido grupo de personas gritaban enfurecidas y armadas con palos, machetes y hasta antorchas.

¡Asesinos! ¡Vamos a quemarlos vivos! ¡Queremos justicia! ¡Queremos que paguen por los inocentes!

Ana mirada aterrada como la gente intentaba tumbar la puerta de la casa.

Les daban golpes, patadas y empujones. Se podía sentir la furia de las personas a través de  la gran puerta de madera, que con rapidez se comenzó a romper, será por lo viejo del material o por la rabia acumulada de la turba de personas.

Con agilidad, Juan armó una horca y la colgó de una de las vigas de la antigua casa. Levantó a su esposa que estaba de rodillas, quien ya había dejado de rezar y solo lloraba resignada por el futuro que le esperaba. Rápidamente, arrastró una de las pesadas sillas de madera y cuero del comedor, alzó a su mujer como pudo y le colocó la cuerda en el cuello.

- ¡Lo siento, pero es lo mejor para todos! - le dijo su marido con lágrimas en los ojos.

Al momento de quitar la silla, Ana tomó a su marido por los hombros y le recordó a su hija.

- ¿Y la niña? ¿Dónde está la niña? ¡Sálvala! ¡Por favor! ¡No voy a morir tranquila sin que mi hija esté a salvo!

Juan corrió a la habitación de Marianita y no estaba en su cama. Pensó que la habían secuestrado sus enemigos y ese pensamiento lo desesperó aún más. De repente, comenzaron a tirarle piedras a las ventanas y una de ellas partió el vidrio de la habitación.

- Mariana, ¿dónde estás? ¡responde hija mía! - gritaba Juan hecho un manojo de nervios, mientras alumbraba la habitación con una vela.

¡Muerte al asesino! ¡Hay que quemar la casa! ¡Queremos justicia! - se escuchaba ahora con más claridad, ya que el vidrio de la ventana no estaba.

La niña estaba muda, aterrada, se escondió bajo la cama y por eso Juan no podía verla.

Asomó la cara con temor y su papá aprovechó para sacarla de allí. Estaba aferrada a una muñeca con cabeza de porcelana y cuerpo de tela que le había regalado su abuela para su cumpleaños.

Le encantaban sus rizos rubios y su vestidito de encaje.

- De Francia, Marianita, fue hecha en Francia, por eso es tan bonita como tú - le dijo la abuela cuando se la obsequió.

Juan vació una gran alacena que estaba en la cocina y que abarcaba del techo al piso, hecha en madera por él mismo cuando recién se mudaron a la casa, allí se guardaban las ollas y demás utensilios de cocina. Introdujo a Marianita en el fondo, le dio un beso en la frente y cerró las puertas.

Dio un respiro hondo, se secó las lágrimas que bajaban por sus mejillas y le ordenó en voz alta:

- ¡No salgas de allí, pase lo que pase, escuches lo que escuches no salgas de la alacena! ¡Cuando veas que todo está en silencio, sales a la calle y corres a casa de Doña Lucila! ¿Me entendiste?

- Si papi - respondió la niña acurrucada en el gran cajón de madera y aferrada a su muñeca, que saltaba del susto cada vez que rompían los vidrios de las ventanas o escuchaba los golpes que estaban por derrumbar la puerta.

Juan volvió corriendo a la sala. Su mujer lo esperaba con la horca en el cuello y ahogada en llanto.

El hombre se echó a llorar, no sabía cómo pudieron llegar a estos extremos y que lo se suponía que iba a ser un hogar feliz, ahora se acabaría en tan sólo unos minutos.

- ¿Cuántas veces te pedí que volviéramos a la ciudad? ¡Pero nunca me escuchaste!

Su marido le tapó la boca y Ana de inmediato se quedó callada y echó de nuevo a llorar.

- ¡No es momento de reproches, ya es tarde! Nunca olvides que las amo, te pido perdón y que Dios nos perdone por todo esto...

Empujó la silla y vio como su mujer perdía el aire y la vida frente a sus ojos. Recordó cuando se conocieron, rememoró el primer beso, cuando parió a Marianita y cuando llegaron juntos a ese pueblo, que ahora los condena y los quiere ver muertos.

¡Da la cara, asesino! ¡Asesino de inocentes! ¡Los vamos a quemar a todos! - gritaba la gente enfurecida, mientras la puerta de madera cedía cada vez más.

Fue a la cocina, tomó un trozo de carbón y comenzó a escribir desesperado en una de las paredes de la sala, lo hacía con dificultad por la falta de los lentes de aumento -Maldita miopía, pensó.

Llenó toda la pared de escritos, lo hizo lo más rápido que pudo. De repente, un trozo de madera de la puerta cayó de golpe al piso y se podía ver la cara del Alcalde desde la calle, quien era su máximo enemigo, lo miró con odio y dijo en voz alta:

- Allí está el desgraciado ¡Lo quiero vivo, para matarlo yo mismo con estas manos!

Entonces Juan se puso la pistola sobre la boca, haló el gatillo y sólo salió aire. Desesperado insistió y recordó que sólo había puesto dos balas. Insistió e insistió, hasta que al fin una de ellas salió disparada. Su cerebro, ese que tanto utilizó para adquirir conocimientos de medicina, ahora estaba esparcido por toda la pared.

- ¡El hijo de puta se nos adelantó! - gritó indignado el Alcalde, que terminó de tumbar la puerta de una patada, cegado por la rabia.

Cuando la turba de personas entró a la casa, se encontraron con una escena que parecía sacada de una novela de terror, ya que Ana colgaba de la viga con los ojos brotados y la lengua afuera, mientras que la cabeza de Juan era una masa deforme de sangre y carne, que estaba esparcida no sólo por la pared, sino también por el escritorio y sus alrededores.

El silencio se apoderó de quienes habían entrado por las malas a la casa de la familia Valbuena, pero fue roto por el Alcalde, que su furia se acrecentó al ver que a quienes quería asesinar, resultaron suicidándose.

- ¡Ellos tenían una niña! ¡Busquen a la niña! ¡Ella será el objeto de nuestra venganza, ella pagará por todos los inocentes que su padre mató! - gritó el Alcalde

Entonces cientos de personas tomaron la casa, comenzaron la búsqueda lleno de ira y sed de venganza, pero Marianita no aparecía por ningún lado.

Viendo que sus esfuerzos fueron en vano, el Alcalde dio la orden de abandonar la casona, no sin antes bañarla con kerosén y encederla.

Cuando el fuego comenzó a arder la edificación, se escuchó una voz que venía de la cocina. Era Marianita, que al escuchar que su casa estaba en silencio, salió confiada de la alacena.

- Papi, mami ¿están ahí? - decía con tono inocente, mientras trataba de divisar a sus padres en medio de aquella oscuridad.

El Alcalde sonrió con un gesto de maldad al verla y le gritó a las personas que estaban a su alrededor:

- ¡El diablo nos dejó un regalito, ya tenemos en quien vengarnos! ¡Traigan a la niña, que la fiesta va a comenzar!




Capítulo 2 - El Arribo

26 de junio, época actual, 8:46 pm

Después de seis horas de viaje, todos estaban cansados y sufriendo de calor.

Pedro intentó bajar una de las ventanillas del auto, para calmar el sofoco que lo traía acalorados desde que emprendió el viaje, pero fue su esposa, quien le impidió que ejecutara la acción.

- ¡Ni si te ocurra abrir la ventana! ¡Recuerda el asma de Héctor! ¡Y no eres tú quien precisamente se desvela toda la noche para cuidarlo cuando se enferma!.

- ¡Deja de sobreprotegerlo Sofía! Es por eso que el doctor dice que el asma de nuestro hijo es psicológica, tú misma se la creaste ¡Porque aún crees que Héctor es un bebé! - replicó su marido

La mujer torció la boca en señal de molestia, respiró profundo y optó por quedarse callada para no hacer un escándalo frente al niño.

Héctor no sólo sufría de este mal en el pecho, sino también de miopía, enfermedad visual que lo obligaba a utilizar lentes de vidrios gruesos, a sus cortos 8 años de edad.

El infante ya extrañaba la capital, donde nació y se crió, y cuando los edificios comenzaron a desaparecer de su vista y empezó a divisar vacas, montañas y arbustos, se dio cuenta que no volvería a ver sus amigos del colegio, ni a los abuelos y menos a las galerías con juegos electrónicos.

Le esperaba una vida campestre, aislada y solitaria debido a su salud. Aunque fue su mamá la que se empeñó a que se mudaran de la gran urbe a un pueblo pequeño y rodeado de naturaleza "para que Héctor pueda respirar aire fresco". El niño no protestó, no le gustó para nada la idea, pero su timidez lo hizo enmudecer y aceptar resignado el capricho de su madre.

- Debo echar gasolina y con eso estiramos un poco las piernas - comentó Pedro, como para romper el hielo que había en el ambiente.

Se estacionó en una vieja gasolinera. Frente a la misma, estaba una caseta hecha de madera y con la pintura desteñida por el tiempo. De allí salió un hombre obeso con una gorra puesta, cincuentón, ataviado con una braga de mecánico manchada de grasa y tierra.

Se limpió las manos con un sucio pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero y preguntó con una sonrisa, que dejaba ver la ausencia de algunos dientes delanteros:

- ¡Buenas noches patrón! ¿En qué los puedo ayudar?

- Queremos cargar el tanque y tenemos algo de hambre ¿algún lugar que nos pueda recomendar? - respondió Pedro

- ¿Dónde van?

- Al pueblo de Tarazona

- Ya les queda cerquita, están a pocos metros de la entrada. Pero ahí no hay restaurantes, solo bodegas que venden frutas y vegetales. ¿Viene de visita? - interrogó el señor, mientras cargaba el tanque del auto.

- No. Vamos a radicarnos aquí, en la vieja casona de los Valbuena ¿la conoce?

La amabilidad y la sonrisa del encargado del puesto de gasolina desapareció cuando escuchó nombrar el apellido Valbuena. Terminó de colocar la gasolina y comenzó a ponerse agresivo, tanto en gestos como en palabras

- ¿Se puede saber que van a hacer ustedes en esa casa? ¿Son ustedes de apellido Valbuena?

- Sí, somos la familia Valbuena. Mi nombre es Pedro, ella es mi esposa Sofía y mi hijo Héctor. Nos vamos a mudar a la casona, porque es una herencia familiar. Además soy veterinario y como por acá hay campo, pues creo que les seré de mucha ayuda.

El hombre los miró con asco y dijo en voz alta:

- ¡Son 80 pesos señor!

- Pero el medidor de la gasolina indica que debo pagarle solamente 50 ¿por qué me cobra de más?

- ¡Son 80 pesos y si no me los paga, le cobro de más o le saco la gasolina de su auto así sea a golpes! - increpó el hombre mirando a los ojos a Pedro.

- Esta bien señor, supongo que la gasolina por acá debe ser más costosa, debido a la lejanía con la capital.

El hombre le arrancó los billetes de la mano a Pedro y sin despedirse, se dio media vuelta, entró a la caseta de madera, tirando con fuerza la puerta.

Los tres quedaron desconcertados, no entendieron la reacción de aquel señor, que al principio fue muy amable y al final se puso a la defensiva y hasta los robó.

- ¡Seguro tuvo un mal día! - justificó Sofía, tratando de entender la reacción anormal de aquel hombre.

Tarazona es un pueblo agrícola. Tiene pocos habitantes y pocas casas. La mayoría datan de la época colonial española, pero por falta de cuidados, están desteñidas y se caen a pedazos. Algunas calles aun son de tierra y pocas están asfaltadas, entre ellas las que rodean la plaza principal, donde está la alcaldía y los alrededores de la casona de los Valbuena, que no era tan difícil de localizar, porque era la edificación más grande del lugar. Abarcaba como 3 manzanas, era un paredón azul con muchas ventanas de gran tamaño y techo de tejas que antes eran rojas, pero los años las habían transformado en piezas pálidas y grises.

Después de dar algunas vueltas por el pueblo, ubicaron con facilidad la casa, que estaba ubicada en una esquina y al final del pueblo. Pedro comenzó a manejar lento para observar detalladamente, y desde el auto,  lo que sería desde ahora su nuevo hogar.

Sofía no escatimaba en halagos para con la casa:

- Quiero que volvamos a pintarla, esas ventanas grandes y de hierro forjado me encantan...

Mientras hacía el recorrido con el auto por la fachada, Héctor notó que en uno de los ventanales de la casona había una niña observándolo. Tenía la piel como podrida, oscura y los ojos rojos, como dos pequeños bombillos pálidos. Estaba ataviada de un gastado vestido blanco, que estaba manchado de sangre seca y en las manos tenía una vieja muñeca que parecía chamuscada. Lo siguió con la mirada hasta que el auto la dejó atrás.

- Mamá, ¿alguien vive en nuestra casa? - preguntó el niño intrigado por aquella presencia en la ventana.

- No hijo, allí no vive nadie, ha estado sola por mucho tiempo. Pero pronto nos radicaremos allí ¡Y seremos muy felices!

Al terminar de escuchar las palabras de su madre, Héctor de inmediato se puso de rodillas sobre el asiento y miró rápidamente por el vidrio trasero, con la intención de ver de nuevo a aquella extraña niña que se asomó por la ventana, pero no había nada. Sintió un aire frío en el cuello y pensó que al fin su padre había bajado una de las ventanillas del auto para que entrara el aire, pero cuando volteó para ver de que se trataba, la niña estaba sentada a su lado y mirándolo a la cara. De la impresión, Héctor bajó la cabeza, cerró los ojos con fuerza y comenzó a respirar con dificultad, le había comenzado un ataque de asma.





Capítulo 3 - La Casa

La gran casona fue construida en 1820 por una familia española de apellido Valbuena, quienes aprovecharon el poder político que tenía España sobre América Latina, para aquel entonces.

Procedían de Cádiz y llegaron al pueblo de Tarazona por vía marítima y luego fueron cargando su mudanza por piezas, que a su vez fueron transportadas en carretas o através de canoas y embarcaciones por el río.

No sólo trajeron muebles, espejos, camas y hasta cortinas de tierras ibéricas, sino también esclavos africanos, a los cuales los pusieron a vivir en una choza de madera y paja que ellos mismos contruyeron en el patio trasero de la casa.  

La edificación abarcaba tres manzanas y tenía grandes ventanales por todo alrededor, que a su vez eran protegidas por rejas ornamentales, hechas en hierro forjado por artesanos gaditanos. La puerta principal era de madera tallada, con figuras religiosas y arabescos. Eran tan grande como las que se ven en las iglesias y para poder instalarlas, se necesitaron más de 80 hombres, debido al peso de las mismas.




La casa tenía 20 habitaciones, un pozo de agua en el patio central y una gran cocina a leña, que estaba adornada con adoquines y baldosas al estilo marroquí que estos españoles trajeron desde su Cádiz natal.

La habitación principal quedaba al final de la casa, que era donde dormían los esposos Valbuena y tenía un gran ventanal que daba al patio trasero de la edificación, desde el cual se podía ver la cabaña de los esclavos y el Río Tarazona. Detrás de dicho río, quedaban las plantaciones de maíz y café de los Valbuena, que se perdían ante la vista, debido a los extensas que éstas eran.

Los habitantes del pueblo se vieron muy animados con la llegada de estos europeos al lugar, ya que no sólo les resultaban exóticos por su fina vestimenta y acento, sino también que representaban una buena fuente de trabajo por sus siembras y también una buena paga, ya que se notaba que tenían mucho dinero.

Pero se equivocaron. Los Valbuena resultaron ser muy malas personas. Miraban a los criollos con desprecio y asco, exportaban el maíz y el café que producían a España y lo poco que quedaba, era para su consumo personal. Más de una vez se escucharon por todo el pueblo los gritos de los esclavos que el señor Valbuena castigaba a punta de látigo; y cuando se cansaba de algunos de ellos, lo mataba a machetazos y lanzaba el cádaver al río.

Se comentaba que eran amigos de los Reyes de España y que ellos mismos le regalaron las extensas hectareas donde ahora habitan y tienen sembradíos. El regalo incluyó los esclavos y hasta cientos de monedas de oro, como pago adelantado, por sus futuros trabajos para la corona ibérica.

Cuando la señora Valbuena salía de compras en el mercado central del pueblo, lo hacía de mala gana, con actitud altiva, vestida de encajes belgas y siempre andaba rodeada de esclavas para que le cargaran las bolsas de comida. Más de una vez insultó y abofeteó a algunas de ellas delante de la gente, por el simple hecho de dejar caer una papa o una naranja. Pero el rumor popular era que su marido las tenía de amantes y las que llegaban a salir embarazadas, eran obligabas a abortar o las mataba él mismo, para evitar escándalos y porque un niño de piel oscura procreado por un Valbuena sería una burla directa a su raza blanca, a los Reyes y a su país.

No trataban con nadie del pueblo, ni con la única figura de autoridad del lugar que era el Alcalde, excepto cuando iban a comprar algo o necesitaban alguna ayuda ajena al trabajo de los esclavos.

Eran tacaños, racistas y hasta despertaban miedo en el pueblo por el poder que tenían. Pero como nada es eterno en la vida, años más tarde las leyes liberaron a los esclavos por órdenes gubernamentales y el país cortó todo tipo de relaciones comerciales y políticas con la corona española. Entonces se formó una revuelta en casa de los Valbuena, en la que su servidumbre y obreros africanos tomaron el lugar.

A la señora Valbuena la violaron sus propios esclavos delante de su marido, que estaba atado y amordazado en el suelo, viendo como un nutrido de negros la abusaban por todos lados e incluyeron patadas, escupidas, cortadas y malas palabras durante el acto. Luego la sacaron a rastras por el cabello a la calle, totalmente desnuda y golpeada, en señal no sólo de humillación, sino también de venganza por todos los años de maltrato y vejaciones que sufrían día a día, para finalmente empalarla y colocarla en en el frente de su casa.

Su marido también fue torturado con el látigo, violado con utensilios de trabajo y le cortaron la cabeza en plena plaza del pueblo. Los habitantes de Tarazona, en vez de escandalizarse por estos hechos, celebraron con aplausos estas acciones sangrientas y se fueron a saquear la casona, para luego meterle fuego por orden del Alcalde.

- Así evitamos que nunca más gentuza como esa venga a destrozar la tranquilidad de nuestro pueblo - finalizó el político en medio de gritos y aplausos de los habitantes del pueblo.

Una de las esclavas miraba todo este espectáculo parada en una esquina, mientras acariciaba su vientre y decía en voz baja: - tú tendrás una mejor vida que la mía y el apellido Valbuena ¡Que por ley nos pertenece!

Capítulo 4 - El Susto

Pedro alzó en brazos a Héctor, quien no podía respirar y estaba casi desmayado, lo sacó de inmediato del auto para que tomara aire, mientras Sofía, a punto de llorar, lo abanicaba con las manos.
Se sentía culpable por haberlo sometido a muchas horas sin aire y por obligar a su esposo a mantener las ventanillas del vehículo siempre cerradas.

- ¡El inhalador! ¡Rápido! - gritó el padre desesperado, mientras su esposa hurgaba nerviosamente un gran bolso, buscando el artefacto que volvería a la normalidad a su pequeño hijo.

Después de unos segundos, lo sacó del bolso, se lo introdujo en la boca a Héctor, pisó un botón y un flujo de aire químico entró en los pulmones del infante, que de inmediato volvió en sí y comenzó a toser sin parar.

- ¿Estás bien? - gritó Sofía y el niño asintió con la cabeza y aún con algo de tos.

Entonces comenzó a buscar en su bolso el maso de llaves, para abrir la gran puerta y con mucho esfuerzo logró arrastrar uno de los portones de madera.

La casona estaba totalmente a oscuras. Habían cabos de velas usadas por todo el lugar, entonces Pedro sentó al niño en un sillón de la sala, que ya se veía más recuperado de salud, pero no del susto, sacó en un encendedor del bolsillo y comenzó a encenderlas.

Alcanzó a ver en las paredes los botones para encender las luces, pero ninguno funcionaba porque no tenían electricidad en la casa.

El lugar se veía completamente tétrico y oscuro. Olía a humedad, había polvo y telarañas por todos lados, era un sitio abandonado y con muebles viejos. Era tan grande, que las velas alumbraban sólo pequeñas partes de los grandes salones que componían la casona. Parecían luciérnagas estacionadas por diferentes lugares de salas de la antigua construcción.

Tanta oscuridad puso más nervioso al pobre Héctor, que no se recuperaba del susto y rezaba mentalmente para que el fantasma de la niña no volviera a aparecerse frente a él.

- En el auto quedaron panes rellenos con jamón y queso, para que cenemos algo ¡Porque dudo que en este pueblo consigamos algo abierto a esta hora! - refunfuñó Pedro, mientras salía del lugar alumbrándose con una vela. Mientras Sofía se asomaba por las habitaciones, buscando la que tuviesen camas, para quitarles un poco el polvo a la hora de dormir.

Héctor quedó inmóvil y completamente solo en la sala principal. Miraba el cabo de vela fijamente, esperando que la llama aumentara e iluminara con más intensidad el lugar. Cada ruido que hacía Sofía al abrir las puertas de los cuartos o movía algún mueble, representaba un gran susto para el niño, que optó por bajar la cabeza y cerrar los ojos con fuerza.

- ¡Diosito ayúdame! Que esa niña fea de ojos rojos no vuelva a aparecer ¡Que me da mucho miedo! - rezaba el infante en voz baja, evitando que su asma retornara.

De repente, sonó un chillido, como si una puerta se abriera con lentamente y con dificultad. Héctor entró en pánico.

- Mamaaá, mamaaaá - gritó desesperando, tapándose los ojos, entretanto Sofía salió corriendo de una de las habitaciones y corrió a su auxilio muy asustada.

- ¿Qué pasa mi bebé? ¿qué tienes? - le decía mientras lo abrazaba con fuerza.

- Escuché algo raro ¡Como si abriera una puerta!

- ¡Ay hijo! Seguro fue una de las que abrí, que seguro le falta lubricación y por eso sonó feo.

- ¡No mami! ¡No fuiste tú! porque el ruido vino de allí - y señaló con el dedo  hacia la cocina.

Sofía caminó al lugar vela en la mano, pensó que se trataba de ratones o de ratas, y daba pasos lentos y en puntillas, con la esperanza de que ningún roedor la mordiera. Entonces se encontró con la gran alacena, que tenía una de las puertas abiertas. Acercó la vela con cuidado y al fondo se veía un bulto borroso y como de color blanco. Introdujo la vela en el gran rectángulo de madera y vio que la figura extraña era una antigua muñeca. Estaba vestida de encaje y el cabello sucio, que parecía que en otras épocas fueron bucles de color claro.

La tomó por una pierna, la observó con a la luz de la vela y se la trajo consigo a la sala donde estaba Héctor.

- ¡Creo que lo es escuchaste fueron ratones o que la fuerza del viento abrió una de las ventanas! No hay nada que temer en esta casa, la cocina está vacía y mira lo que me encontré en la alacena.

Sofía le mostró la vieja muñeca a su hijo, que de inmediato la reconoció, ya que era la que cargaba en brazos el fantasma de la niña que vio en una de las ventanas de la casa, y posteriormente, en el auto.





- ¡Sácala de aquí mami, que me da miedo! - dijo el infante, mientras se tapaba los ojos con las manos.

- ¡Está bien bobito! Pero es sólo una muñeca inofensiva, no te va a hacer nada.

Sofía se la llevó rápidamente y la colocó en una peinadora de madera que estaba en una de las habitaciones.

- ¡Llegó la comida! - gritó Pedro con tono animado y  de inmediato todos se sentaron a comer en la sala alumbrados por un par de velas. Héctor estaba inquieto, comía mirando a todos lados y cada mínimo ruido, lo hacía saltar del susto. Sus padres, mientras tanto, conversaban sobre los arreglos que había que hacerle a la casa y qué función le darían a cada cuarto.

- ¿Sabes amor? He descubierto una habitación, con una ventana gigante que tiene vista al río e incluso se escucha el sonido de cómo corre el agua. Es muy ventilada y creo que es el lugar perfecto para Héctor . comentó animada Sofía.

- ¡Bravo campeón! ¡Ya tienes tu propio lugar! - dijo Pedro con la boca llena, mientras acariciaba la cabeza del niño.

Finalizada la cena improvisada, los padres llevaron al niño a su nueva habitación. Le arroparon, le dieron un beso en la frente y se despidieron.

- ¿No puedo dormir hoy con ustedes? - comentó el niño con tono mimado y nervioso a la vez

- ¡Ya no eres un bebé Héctor! ¡Esto ya lo hemos hablado antes! ¡Duérmete, que mañana tenemos mucho que hacer y tienes que ayudarnos! - replicó el padre, soplando la vela y dejando al infante a oscuras.

El ruido del río parecía hacerse más intenso en medio de aquel silencio y oscuridad. Héctor comenzó a rezar en voz baja y se arropó hasta la cabeza. El viento soplaba y hacía un silbido, que ponía aún más tenso al niño.

Se destapó lentamente y desde la ventana se podía ver la luna, que se reflejaba en el agua del río y, a su vez, le daba algo de luz al lugar.

¡Cálmate Héctor, ya tienes ocho años, no seas cobarde! - se decía así mismo, para apaciguar los nervios. Con la poca iluminación que entraba desde afuera, pudo ver que la habitación tenía una especie de ropero hecho de madera, un par de mesas a cada lado de la cama y un peinador de madera, con espejo incluido. Todo parecía antiguo y se veían muy pesados de transportar o mover.

Notó que el techo estaba fabricado con vigas de madera y para llamar el sueño, comenzó a contarlas en voz baja y señalándolas con el dedo.

De repente, cayó en cuenta que la muñeca que su madre la había mostrado minutos antes, reposaba sobre la peinadora que estaba frente a su cama. No se veía muy bien, pero podía notar sus formas.

Estaba boca abajo y solo se veía una figura oscura. Poco después, el juguete se levantó solo, como si tuviera vida,se puso de pié de un costado, volteó la cabeza de repente y miró fijamente a Héctor, no sin antes emitir un chillido infernal.

Capítulo 5 - De vuelta a los 30´s